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jueves, 31 de diciembre de 2015

La casa de las flores muertas en papel.

       Como no hay ninguna carta de la señorita Whittemore fechada el 31 de diciembre (la siguiente es el 1 de enero) ,aprovecho el día de hoy para informar de una maravillosa noticia que he recibido durante los últimos días.

     La casa de las flores muertas, la novela publicada en ebook por Romantic Ediciones, verá la luz en papel el próximo mes de febrero.




       Me siento muy agradecida con la editorial por confiar en mí y, sobre todo, por el calor y familiaridad con el que nos trata a todos los escritores.




        Aprovecho para desearos que el 2016 os traiga tantas promesas de prosperidad como a mí. ¡Gracias por asomaros por aquí!






miércoles, 30 de diciembre de 2015

El caso de la capa prestada. Carta II



Old Keady, 30 de diciembre de 1862
.
“Querido Andrew:

¿Recuerdas que te dije que, cuando me crucé con la señorita Adams, algo me llamó la atención pero no recordaba qué? Me refiero a la capa que se puso antes de salir, no era suya, sino de la señorita Stamford. Esta mañana la señora Clithering ha ido a la morgue, acompañada del señor Stamford, para identificar el cuerpo de su sobrina, y ha sido cuando ha dicho que la señorita Adams no había traído ninguna capa, solo dos abrigos. El señor Stamford no ha reconocido la capa, pero el señor Sanders, el policía, la ha traído a Old Keady por si alguien la había visto antes y la señorita Stamford se ha quedado petrificada al ver que era la suya. “Yo se la presté esa misma mañana”, confesó, como si estuviera asustada.

Pensarás que eso reafirma mi anterior suposición de que se encontraba tan abstraída en sus propios pensamientos, que debían ser muy graves, y ni siquiera reparó en ello. Sin embargo, debo decirte que no se ha tratado de un suicidio, sino de un asesinato. El señor Sanders nos ha contado que había signos de un forcejeo y que, probablemente, alguien debió empujarla.
¿Te lo puedes creer? Voy a estar retenida en Old Keady mientras no se resuelva el crimen, puesto que el señor Sanders considera que todos somos sospechosos. Pero yo no puedo evitar preguntarme: “¿Quién querría asesinar a la señorita Adamas? ¿Qué motivo podría tener para ello?” Era una muchacha muy hermosa, cierto, pero no tenía propiedades ni esperaba ninguna herencia. Tampoco era una entrometida ni una chismosa; debo reconocer que se trataba de una muchacha muy agradable.

He de confesar, querido Andrew, que esta mañana le he estado dando vueltas a todas estas preguntas, hasta que mi perspicacia me lo ha hecho ver todo desde otro punto de vista. ¿Y si el asesino hubiese confundido a la señorita Adams con la señorita Stamford? Si la vio de espaldas, tal vez reconoció la capa y eso lo llevó a equívoco. Ambas son de estatura similar. Si fuera así, y estoy convencida de que es así, se me ocurren varios sospechosos. Por un lado, la señora Milton, que ya sabes que es prima de la señorita Stamford, y ese era su apellido de soltera. La señora Milton sería la heredera de la fortuna del señor Stamford si su prima desapareciera. Es probable que ella no sea capaz de algo así, pero ¿y si delegó este cometido en su esposo? De hecho, ellos dos son los únicos que tienen coartada, pero no hay que descartar que se estén encubriendo el uno al otro. Han declarado que en aquellos momentos estaban paseando por el parque de los rododendros, que está cerca de la mansión y, sin embargo, en dirección opuesta adonde yo salí a coger acebo. ¿No te parece sospechoso? Además, siempre tiendo a desconfiar de mujeres que llevan sombreros tan sencillos como los suyos. Mucha apariencia de mosquita muerta, pero ¿quién sabe? ¡Oh, Andrew, me tienes que prometer que nunca te casarás con una mujer que lleve sombreros sencillos!

Para no conducirte a equívocos, debo decir que también el coronel Coombe tenía un motivo para querer asesinar a la señorita Stamford, dado que pretendió su mano durante años y, ahora, ella va a casarse con el señor Lloyd. Ya sabemos que el despecho siempre es algo que saca nuestros peores instintos. Y, si te soy sincera, preferiría que él fuera el asesino. Resulta muy incómodo conversar con una persona que habla varias veces para decir lo mismo.

Por el contrario, no quisiera que hubiera sido el señor Lloyd, es un caballero muy apuesto y agradable. Y te preguntarás ¿por qué menciono al señor Lloyd si es el prometido de la señorita Stamford? ¡Ah, querido hermano! Ya sabes que soy una mujer observadora y he podido fijarme en que últimamente él y su prometida están algo distanciados. Además, la misma tarde en que supimos que la señorita Adams había muerto, sorprendí a la señorita Stamford echando un papel a la chimenea. ¿Entiendes lo que quiero decir? ¿Y si ese papel fuera la carta de un admirador? ¿Y si la señorita Stamford se hubiera enamorado de otro hombre? ¿Y si estuviese pensando en romper su compromiso con el señor Lloyd? Por todos es sabido que el señor Stamford ha prometido hacer socio al señor Lloyd de sus negocios y, probablemente, si la boda se anulara, esto no sucedería. Sin embargo, si la boda no se produjese porque la señorita Stamford muere… En ese caso, no es descabellado pensar que el señor Stamford quisiera contar igualmente con el señor Lloyd.

Como ves, varias personas son las que tienen motivos para querer ver muerta a la señorita Stamford, mientras que nadie podía desear que le ocurriera nada malo a la señorita Adams y así se lo he hecho saber esta tarde al señor Sanders, mientras me ha estado interrogando sobre cosas que a mí me parecía que no tenían ningún interés. Creo que lo he convencido de mi teoría porque ha levantado una ceja y ha contestado: “Muchas gracias por su colaboración, señorita Whittemore”. 

Sinceramente, me siento orgullosa de mí misma. Espero que no me acuses de vanidosa, pues solo te hablo de este sentimiento a ti en confianza, ya sabes que no me gusta alardear.

Hazme el favor de contárselo todo con minucioso detalle a nuestros conocidos, en especial, a la señora Delaney. Lamento que, por ahora, no pueda regresar a Horston y hacerlo yo misma. Un abrazo muy fraternal,
                                                                                              June”

lunes, 28 de diciembre de 2015

El caso de la capa prestada. Carta I.



Old Keady, 29 de diciembre de 1862
“Querido Andrew:

            Para tu tranquilidad, te diré que estoy bien de salud. El pequeño malestar que me provocó esa insípida sopa ya se me ha pasado y mi apetito ha regresado. Espero que tú también te encuentres bien.

            Sin embargo, debo contarte una mala noticia. La señorita Adams nos ha dejado. No, ella no ha abandonado Old Keady por sorpresa, tal como hizo el señor Baesley, lo que quiero decir, o escribir, es que la pobre joven ha dejado este mundo. ¡Y pensar que yo fui la última persona que la vio con vida! Pero, te lo explicaré todo desde el principio. Ayer, poco después de tomar el té, yo entraba en la casa tras recoger un poco de acebo para mi habitación cuando la señorita Adams apareció en el vestíbulo. Parecía concentrada en sus propios pensamientos, porque me saludó de un modo automático y no me contestó cuando yo le recomendé que no saliera porque ya estaba anocheciendo. Ella se estaba poniendo una capa, y en esos momentos hubo un detalle que me pasó desapercibido, puesto que yo estaba más preocupada por subir a calentarme los pies que en otra cosa. Las botas se habían mojado tras pisar la nieve para coger las flores.

            Por tanto, subí a mi habitación, me descalcé, me quité las medias y sequé mis pies. La chimenea estaba encendida y permanecí un rato junto a ella, dejando olvidado el acebo sobre mi escritorio. Creo que me quedé dormida, pues la placidez que da el calor en los pies es tan eficaz para estos casos como un masaje en las sienes. Habría transcurrido más de una hora, pues al asomarme a mi ventana la noche ya era oscura. Después de volver a vestirme, me encargué de colocar el acebo en agua, hasta que decidiera qué tipo de arreglo floral hacer con él, y luego bajé al salón, donde se hallaba el señor Stamford leyendo un libro. También se encontraban allí su hija, el señor Lloyd y los señores Milton, que jugaban una partida de bridge. Un poco más tarde llegó la señora Clithering y preguntó por su sobrina. Yo iba a decir que la había visto salir hacía casi una hora y media, pero la señorita Stamford se me anticipó y comentó que la había estado esperando media hora antes puesto que habían quedado para escribir juntas a una amiga común del internado. Creo que ya te he contado que la señorita Stamford y la señorita Adams se conocían desde niñas. De nuevo, yo iba a decir que la había visto salir, pero esta vez fue el coronel Coombe, ese vecino tartamudo tan horrible que tienen los Stamford, quien hizo aparición en la estancia e impidió que yo lo mencionara. Tenía una expresión alarmada y comenzó a hablar de la señorita Adams. Con su manía de interrumpir las palabras y repetir las sílabas, tardamos unos minutos en comprender lo que estaba diciendo. Por lo visto, la señorita Adams estaba muerta y él mismo había encontrado el cadáver debajo de una elevación rocosa a la que a ella le gustaba subir para observar las vistas. 

            Todos supusieron que había sido un accidente, un accidente fatal, por cierto, pues creo que es protocolario añadir este adjetivo en casos así. Luego sobrevino uno de esos momentos en los que nunca sé cómo comportarme. La señorita Stamford se echó a llorar, al igual que la señora Clithering. Parecían competir en mostrar desconsuelo y la señora Milton no sabía a cuál de las dos dedicar sus palabras de ánimo. El señor Stamford no ocultó su preocupación porque algo como eso hubiera ocurrido en sus dominios y el señor Milton procuraba poner algo de sensatez preguntando una y otra vez al señor Coombe si estaba seguro de que la señorita Adams había fallecido o si todavía se podía hacer algo por ella. 

            El señor Lloyd, el prometido de la señorita Stamford, estaba pálido y no reaccionaba. Eso me extrañó, pues en general es un joven muy resuelto y que sabe afrontar todo tipo de situaciones. 

            Tuvo que ser mi intuición la que diera otra mirada sobre los hechos. En realidad, lo pensaba para mí, pero se ve que lo dije en voz alta y todos me escucharon. “Creo que no ha sido un accidente fatal, sino un suicidio”. El silencio que se creó y las miradas que recibí sobre mi persona me indicaron que, efectivamente, todos habían comprendido mis palabras, entonces me vi obligada a decir que, cuando me la había cruzado dos horas antes, tenía la mirada perdida y parecía gravemente preocupada. 

            El señor Lloyd me reprochó que no lo hubiera dicho antes, ¿te lo puedes creer? Y la señora Clithering estuvo a punto de insultarme por decir algo así de su sobrina; incluso el señor Stamford me pidió que no injuriara a nadie en su casa. Por fortuna, cuando un rato más tarde llegó el señor Sanders, policía local, me escuchó con mayor interés y creo que no le resultó absurda mi teoría.

            Ahora bien, supongo que te estarás preguntando por qué motivo habría querido suicidarse la señorita Adams y eso, querido hermano, es lo que estoy dispuesta a averiguar. Por este motivo, no regresaré a Horston el dos de enero tal como te había prometido, sino que me quedaré aquí hasta que resuelva el misterio.

            Con el deseo de que nadie se haya suicidado en Horston, recibe un fraternal abrazo desde aquí. Te quiere,
                                                                                              June”

El caso de la capa prestada.

     A partir de mañana, y hasta el 3 de enero, aparecerán en este blog las cinco cartas escritas por la señorita Whittemore que conforman el relato "El caso de la capa prestada".
   
     Espero que os gusten.



jueves, 17 de diciembre de 2015

LA NUEVA LEY DE POBRES (y las wordhouses).



       En Hillock Park se critica la Nueva Ley de Pobres, que fue aprobada en Inglaterra en 1834. La Ley de Pobres había sido promulgada en 1388 para hacer frente a la escasez de mano de obra en aquella época y, en ella, se restringía la circulación de los trabajadores y nombraba al Estado como responsable del apoyo a los pobres.
       El desempleo masivo tras el final de las Guerras napoleónicas (en 1815), la introducción de maquinaria agraria y las malas cosechas convirtieron en insostenible el sistema de ayuda a los pobres, por lo que el Parlamento británico decidió modificarlo. La Nueva Ley de Pobres de 1834 trató de revertir la tendencia económica, al desalentar la prestación de socorro a cualquier persona que se negara a entrar en un hospicio. Es decir, anulaba cualquier subvención, solo se encargaba del mantenimiento si la persona en cuestión accedía a entrar en una casa de trabajo (wordhouse). El “pobre”, lisiado, niño o viejo debía vivir y trabajar allí. Normalmente, se empleaban en romper piedras, aplastar huesos para producir fertilizantes, recoger estopa. La vida en una casa de trabajo estaba destinado a ser duro, para disuadir de su entrada en ellos y garantizar que solo se albergara a la verdadera miseria. En ellas, se garantizaba la atención médica y la educación a los niños, algo que el Estado no ofrecía fuera de estas casas. A pesar de esto, la situación de los miserables era precaria, puesto que el hacinamiento, el racionamiento de la comida, la insalubridad de las instalaciones y el abuso por parte de los regidores eran cosas habituales. 





        Personas como Richard Oastler se pronunciaron en contra de la nueva Ley de Pobres, llamando 'prisiones para los pobres' a las Workhouses y llevando a cabo una acérrima lucha para reducir su jornada laboral a diez horas. Los mismos pobres odiaban y temían la amenaza de verse reclusos en una casa de trabajo y, por ese motivo, llegó a haber disturbios en las ciudades del norte de Inglaterra.



      Dickens, en Oliver Twist, dejó testimonio del abuso que se producía en estos hospicios o workhouses, pero estos no acababan allí. Muchos empresarios se dirigían a los hospicios en busca de mano de obra barata y, una vez contratados, sometían a los trabajadores a nuevos abusos sin que estos tuvieran ningún derecho laboral. Para entender este segundo caso, recomiendo la miniserie The Mill, del Canal 4 británico. 




miércoles, 9 de diciembre de 2015

Thomas Humprhey y el críquet.



    En Adagio en primavera, el señor Bates, hermano de la asesinada, es periodista deportivo. Antes de resolverse el asesinato, debe abandonar Horston porque tiene concertada una entrevista con Thomas Humphrey, bateador del Surrey.

    Los orígenes del críquet son inciertos, pero se especula que este deporte fue inventado por niños de las comunidades ubicadas entre Kent y Sussex en la Edad Media. También se tienen datos de un deporte similar, llamado creag, que practicaba el príncipe Edward de Nawenden en 1300.




    Hace poco, fue descubierto un poema, datado en 1533 y atribuido a John Stelkon, dedicado a este deporte y se sabe que por 1550 ya se jugaba en algunas escuelas. Más tarde, en el siglo XVII, el críquet se expandió por el sur de Inglaterra en donde se jugaban partidos organizados con 11 jugadores por lado. A fines del siglo XVIII ya era el deporte nacional del país. Con la creación del Marylebone Cricket Club (MCC) se fijaron las reglas y se supervisó el juego hasta 1959. Más tarde se hicieron algunos cambios y se realizó la primera Copa del Mundo en 1975. 


     Thomas Humphrey (enero de 1839, septiembre de 1878) fue un jugador de cricket muy aclamado. Bateador derecho, jugó en el Surrey entre 1862 y 1874. Su mejor temporada con el bate fue la de 1865, cuando llegó a mil carreras.


      Después de 1873, jugó solo cuatro más partidos de primera clase De acuerdo con David Lemmon, junto a Harry Jupp la primera gran alianza de apertura de Surrey, que causó sensación "su grillo brillante y atractivo, sus largas asociaciones y por su velocidad entre las ventanillas.” Thomas Humprhey era conocido como el Bolsillo de Hércules, porque, aunque con distancias cortas, golpeaba con mucha fuerza. Se especializó en las carreras por el lado de fuera y parecía tener un montón de tiempo para jugar sus tiros. 


 
     Entre 1872 y 1877 arbitró una serie de partidos de primera clase, pero una enfermedad pulmonar lo apartó de su afición y lo dejó apartado en un asilo, en el que murió en 1878.
Sus hermanos, William, Richard y Jonh también jugaron en primera clase, pero no lograron emular sus éxitos.