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lunes, 15 de febrero de 2016

DORSEY SQUARE

    

–¿No sería preferible que la escribiera usted? –preguntó Nicole, consciente de que se trataba de algo íntimo.
El interés por no conocer el contenido de esa nota no residía tanto en él como en ella misma. Le dolía ser testigo tan cercano de unas palabras de amor que él dirigía a otra persona. Y estaba cansada de sufrir, muy cansada. Decididamente, mañana mismo presentaría su carta de dimisión, aunque eso supusiera volver a encargarse de la educación de las cargantes hijas de la señora Bell.
–No, prefiero que la escriba usted, señorita Foster. –La miró un momento de forma retadora y, luego, justo antes de sonreír, añadió–: Tiene mejor caligrafía que yo.
Nicole odiaba sentirse perturbada ante esa sonrisa. Y rendida. De manera algo torpe, cogió un pequeño cuaderno y una estilográfica y se sentó en una silla cercana a la mesa de él.
–¿Preparada? –preguntó Kyle, a quien ahora se veía obligada a llamar señor Turner.
Ella asintió con un gesto y se dispuso a escribir su dictado.
“Amor:
Permíteme que me dirija a ti con esta palabra, pero creo que es la única que hace justicia a mis sentimientos. Es lo que siempre he recibido de ti y lo que estoy dispuesto a dedicarte el resto de mis días. Con esa esperanza, anhelo que al leer esta nota te reúnas conmigo en el lugar en el que nos conocimos. Tuyo,
                                                                                  Kyle Turner”
Nicole disimuló sus temblores y parpadeó para que desapareciera la humedad que había asomado a sus ojos. Al escribir, había sentido que se traicionaba a sí misma y había sido presa de los celos y de una extraña tristeza. Enseguida se levantó y le dio la espalda. Colocó la nota en un pequeño sobre que sacó del cajón del aparador y, a continuación, buscó el ramo de flores con la mirada.
–¿Algo más? –dijo sin mirarlo, aunque en realidad se preguntaba si en el sobre escribiría “A la atención de la señora Wilcox” o simplemente “Abigail”.
–No, nada más. De esa parte, me encargaré yo.
Nicole dejó el sobre al lado del ramo y sintió que estaba siendo observada por él. Avanzó unos pasos hacia la puerta para huir de ese escrutinio; siempre se había sentido demasiado transparente para él y no quería que notara su dolor. Sin embargo, antes de agarrar el pomo de la puerta y salir de ese despacho, uno de sus impulsos incontrolables la obligó a girarse y a enfrentarlo mirándolo directamente a los ojos.
–¿Es consciente de lo que está haciendo? –le preguntó, sin ocultar un tono de recriminación–. Cuando el señor Wilcox descubra que su esposa ha huido con usted, no tendrá piedad en destruirlo. Es un hombre muy influyente, tal vez usted no sepa cuánto…
–Señorita Foster –la interrumpió él–, dígame una cosa: si sus sentimientos fueran profundos, ¿algo la detendría?
Nicole no respondió. Un estremecimiento recorrió su cuerpo al recordar cuánto lo había amado precisamente a él, aunque Kyle Turner, ahora su jefe, lo ignorara.
Él continuó observándola, a pesar de que parecía ser consciente de que no iba a contestar. Ella notó un calor interno que comenzó a crecer hasta que se sintió capaz de abrir la puerta y marcharse de allí.
Sí, sin duda, mañana presentaría su dimisión. No soportaría ver a Abigail Wilcox paseándose por esa oficina cuando fuera la señora Turner.
No entendía muy bien con qué tipo de esperanzas había aceptado aquel trabajo.
Un mes antes, a finales de enero, Kyle había acudido a la mansión de los Bell, en la que ella se alojaba, y le había ofrecido ser su secretaria. En aquel momento, la sorpresa de su regreso a Culster, lugar que había abandonado cinco años antes, fue mayor que el hecho de que le estuviera ofreciendo un trabajo bien pagado y con un horario digno. De hecho, tardó en darse cuenta de lo que estaba diciendo, pues solo tenía capacidad de asumir que aquello no era un sueño. También tardó en percibir su nuevo corte de cabello, su elegante traje bajo un abrigo distinguido y, sobre todo, una voz más serena y madura que antaño. Enseguida le dijo que sí, sin saber a qué decía que sí, porque, cuando tomó conciencia, se le ocurrió objetar que la señora Bell se vería obligada a buscar otra institutriz. La insistencia de él la llevó a decir que sí de nuevo y, sobre todo, quedó convencida con aquel “solo puedo pensar en usted para un puesto de confianza” cuando le preguntó por qué la escogía precisamente a ella, que no tenía experiencia en labores de secretariado y, mucho menos, en una empresa de automóviles.
Ese mismo día se despidió de la señora Bell y buscó alojamiento en la pensión de huéspedes de la señora Rogers.
Sin embargo, aquellas esperanzas iniciales se fueron apagando a medida que empezó a ejercer su nuevo trabajo.
Llegó a unas oficinas en el edificio Mullingar y subió, por primera vez en su vida, en un elevador para poder acceder a la planta superior. Mientras ascendía, comenzó a tomar conciencia de que Kyle Turner, que había abandonado Culster arruinado, ya no era aquel joven con el que jugaba inocentemente de niña, al que había conocido cuando la había ayudado tras caerse de su bicicleta. Su posición social había mejorado notablemente mientras que ella ahora tenía menos expectativas que cuando se conocieron. Además, él nunca había tenido ojos para ella, solo para Abigail Griffin, ahora señora Wilcox.
Antes de llamar a la puerta en la que aparecía una placa con el nombre de la marca Riley, se colocó bien la chaqueta y se alisó los mechones de cabello que asomaban bajo su sombrero. Luego, procuró no sentirse deslumbrada por la decoración de aquel lugar ni por la sorpresa de comprobar que su mesa se encontraba en el mismo despacho que su nuevo jefe y que tenía un aparato telefónico que no sabía usar.
Se sentía extraña allí, a pesar del calor de la cercanía de Kyle y de las sensaciones revividas, del agradable recibimiento por parte del señor Banning y de la sonrisa torpe del joven Sam.
Siguió sin entender por qué la había escogido a ella para aquel puesto cuando le trajeron una máquina de escribir que nunca había utilizado, pero su esperanza de ser la elegida por algo más se esfumó a última hora de aquel día, cuando la señora Wilcox llegó hasta el despacho y Kyle le indicó a Nicole que su jornada ya había terminado.
Los dejó solos a los dos, como antes, cuando él bebía los aires por ella y Abigail jugaba con sus aspiraciones. A la joven arrogante le gustaba coquetear con él, regalarle alguna sonrisa furtiva, aunque sin ninguna intención de acabar prometiéndose a un hombre de poca fortuna. En aquellos tiempos, Nicole regresaba a su casa y se encerraba en su habitación a llorar.
Cuando los Turner se arruinaron por culpa de una deuda arrastrada, Abigail lo despreció como a un perro sarnoso y ni siquiera se dignó darle sus condolencias el día que su padre, incapaz de asumir su culpa, se suicidó. Aquel año de 1908, que sería recordado porque se celebraban las primeras Olimpiadas en Londres, Abigail Griffin no demostró ningún pesar cuando Kyle abandonó Culster. No tardó en comprometerse con el viejo señor Wilcox, un hombre viscoso y avinagrado, pero con una de las más importantes fortunas del condado.
Sin embargo, ahora, Abigail parecía arrepentirse de haber despreciado a Kyle, pues no hacía más que pasearse por el despacho de la sucursal de Riley con algún débil pretexto. A Nicole le molestaba comprobar la ingenuidad con que él la recibía, como si ignorara sus desplantes del pasado y creyera que ella lo había añorado sinceramente. Y se sentía tonta e impotente en su posición de espectadora de aquel doble juego de la señora Wilcox.
¿Sería capaz de abandonar a su marido por Kyle o se rebajaría a convertirse en su amante? Esa pregunta que había ido surgiendo durante esos días tendría respuesta esta noche. Había esperado que Kyle no fuera tan necio como para proponerle matrimonio con la esperanza de que ella se divorciara, pero ahora ya no tenía dudas de que había sido así. La nota que acababa de escribir lo confirmaba.
El resto de la jornada se le hizo más largo que nunca. Aunque él la trataba con más cariño que cortesía, sentía un lastre de martirios e inquietudes que la lastimaban por dentro. Y sabía que en adelante esta situación se convertiría en una tortura insoportable y ni siquiera sería capaz de disimular sus sentimientos. El invierno que emblanquecía el paisaje tras la ventana también se hallaba en su alma.
Incluso tuvo la sensación de que el señor Banning la había mirado con compasión durante la hora diaria que dedicaba a enseñarle mecanografía y también después, cuando el reloj marcaba las seis de la tarde y se despidió de ella mientras recogía su abrigo del perchero y la ayudaba a ponérselo.
Nicole regresó desolada a la casa de huéspedes y ni siquiera se cambió de ropa. Se dejó caer sobre la cama, decidida a no cenar, y se magulló las entrañas pensando que, en breve, Kyle, su Kyle, estaría besando los labios mentirosos de Abigail Wilcox.
No le quedaban lágrimas cuando la señora Rogers llamó a su puerta.
–Señorita Foster, ¿me puede abrir?
Nicole se incorporó inmediatamente y se alisó las arrugas que se habían formado en su falda. Observó un momento sus ojeras en el espejo y se pasó los dedos por ellas, como si pudiera conjurarlas. Sin más demora, abrió.
–Ha llegado esto para usted –le dijo la señora Rogers al tiempo que le entregaba un ramo de flores que le resultó familiar.
Un brote de ilusión y desconcierto afloró en ella mientras la señora Rogers le decía:
–No me había contado usted que tenía un admirador.
Ella no contestó, porque su atención estaba fijada en las flores en busca de alguna nota. No era posible que se tratara del mismo ramo, sin embargo, también eran rosas como las que esa mañana había en el despacho de Kyle.
La señora Rogers, decepcionada por la falta de respuesta, dio media vuelta después de decir:
–Espero que baje a cenar. Aún queda algo de sopa, aunque ya no estará caliente.
Nicole, mientras la puerta se cerraba, encontró el sobre en el que estaba su nombre y enseguida reconoció su propia letra en cuanto sacó la nota: “Amor…”
Incrédula, y con miedo a que se tratara de un error, pero también nuevamente esperanzada, arrancó su abrigo de una percha y se lo puso como pudo mientras bajaba las escaleras apresurada. Se olvidó de coger un sombrero, se olvidó de cerrar la puerta, se olvidó también de avisar a la señora Rogers, pero recordaba perfectamente el lugar en que ella y Kyle se habían conocido mucho tiempo atrás.
Salió de la casa de huéspedes y corrió sobre la nieve y bajo ella, sin percibir siquiera que había vuelto a nevar. Se apresuró hacia el lugar en el que se había caído con su bicicleta, a varias manzanas de donde se hallaba, y no frenó su paso hasta que se encontró al principio de Dorsey Square. Siguió caminando, como si sus últimas esperanzas se fueran con su aliento, y sintió su corazón alterado. No fue consciente de que su cabello humedecido se había derramado sobre sus hombros hasta que hubo de retirarse un mechón cuando se detuvo antes de alzar sus ojos hacia la oscura figura que se hallaba cerca de unos castaños.
No podía ser Kyle, pensó, pero era él, que la recibía con una sonrisa capaz de ahuyentar todos sus miedos y, sin embargo, la tremenda sensación que le produjo hizo que se quedara quieta. Fue él quien ahora se acercó hasta llegar a ella para ofrecerle el paraguas que llevaba.
–Es usted muy imprudente, señorita Foster –la regañó como si se sintiera complacido al ver su aspecto desaliñado.
–No entiendo nada… ¿y la señora Wilcox? –preguntó Nicole de forma entrecortada.
–¿La señora Wilcox? ¡Oh! Creo que ella recibió un ramo como el suyo y con una tarjeta similar… Supongo que a estas horas su marido la habrá descubierto huyendo con Sam.
–¿Con Sam?
–Es un buen muchacho. Se ha sacrificado para hacerme un favor… ya sabe, un asunto pendiente. Yo no hubiera soportado que esa mujer me besara.
–Sigo sin entender… –comentó ahora más tímidamente, aunque la manera de mirarla él hablaba de forma más que evidente.
-Harvey Wilcox fue el culpable de que mi padre se arruinara y, en consecuencia, se quitara la vida. Necesitaba recordárselo –confesó.
Nicole se sintió aliviada al ver que no era otra mujer quien le importaba.
–¿Todavía no lo entiende, señorita Foster? –Insistió él.– ¿No entiende que empecé a trabajar en Riley no por los automóviles, sino por las bicicletas? ¿No ha comprendido aún que todos estos años solo he anhelado volver a encontrarla y pedirle lo que en otra ocasión no estuve en disposición de hacer?
Nicole sintió un temblor mientras todo su cuerpo se enardecía. Él se acercó y la envolvió con sus brazos al tiempo que no dejaba de observarla.
–¿No sabes que te quiero y que mi único deseo es convertirte en mi esposa?  ¿Podrás perdonarme haberlo silenciado durante tanto tiempo?
No hizo falta que respondiera. El brillo de sus ojos lo dijo todo. Él acercó el  vaho de su aliento al de ella y ambos se desvanecieron juntos. El frío se rompió en un instante, en el que aquel beso selló un compromiso que dio calor al alma de Nicole a pesar de todas las nieves.
Horas después, un paraguas yacía olvidado bajo los castaños de Dorsey Square.

3 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho :-) Los últimos párrafos, desde que él le dice por qué entró a trabajar en Riley, me han parecido muy conmovedores.
    ¡Espero que lo pasaras bien en el RA! :-)

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  2. ¡Gracias :)! Estaba limitada a ocho folios a doble espacio, y siempre es muy difícil generar emoción en tan poco tiempo. Prefiero la novela. En el RA, todo muy emotivo. La organizadora se esfuerza mucho, no sé cómo aguanta.

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  3. Tienes razón, en un relato es más difícil, pero te ha quedado muy bien :) ¡Me alegro de que lo pasarais bien en el RA!

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