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miércoles, 10 de agosto de 2016

Albert Camus en Ibiza

     Para quienes me habéis expresado por facebook vuestro deseo de leer el capítulo del libro sobre Camus en castellano:

"CAMUS EN LAS PITIUSAS



            Se viaja para huir, para encontrar, por curiosidad, por algo que nos invita a aventurarnos más allá… Muchos son los motivos que empujan a un viaje y uno de ellos es el hambre. A lo largo del siglo XIX, muchos ibicencos emigraron a Cuba o Argel en busca de un futuro mejor. Las salidas hacia el norte de África continuaron durante el siglo XX hasta que las luchas entre franceses y argelinos a partir de 1954 desvanecieron toda esperanza de prosperar en esas tierras y los isleños aventurados regresaron a Ibiza. Durante aquel tiempo tampoco había línea marítima con Argel y quienes querían salir iban primero a Palma y desde allí embarcaban en un buque de mercancías y viajaban apretados en la bodega. Pero a veces se atrevían a probar suerte en pequeñas barquichuelas y a navegar directamente hacia el Sur. Incluso, en ocasiones, los propios ibicencos que residían en Argel hacían un viaje de ida y vuelta para recoger a algún amigo o familiar. Junto a los pitiusos, mallorquines, menorquines, valencianos y alicantinos (también murcianos y catalanes, pero en menor medida) crearon sus pequeñas colonias en la gran bahía de Argel. De la misma manera que en Argentina llaman gallegos a todos los españoles, en Argel llamaban mahoneses también a los ibicencos. Tal vez los primeros en emigrar fueran los menorquines y el gentilicio de su capital se extendió a cualquier isleño que hablara catalán. También en Ibiza aún se llama murcianos a todos los peninsulares que hablan castellano y tampoco sabemos con certeza por qué.
Viajar a Argel era viajar a una Ibiza gigante en la que el verano se derramaba con plenitud y desfachatez. Se huía de la crueldad de la penuria y la escasez de trabajo y se buscaba refugio en la construcción, aunque también había pescadores, barberos, comerciantes o dedicados a otros oficios. Era aquella una Ciudad Blanca que acogía a los que abandonaban la Isla Blanca, pues la arquitectura ibicenca debe mucho al diseño y la cal de las construcciones árabes. Ibiza y Argel se parecen. Sobre sus concomitancias, además de, en mi caso, poder contar con el testimonio de mi padre, ya que mis abuelos emigraron y él nació allí, resulta interesante el artículo que  Miguel Ángel González publicó en Diario de Ibiza en 2010. El periodista alude a la etimología del nombre de Alger, que significa “islotes”, ya que éstos salpican la bahía argelina. Lo mismo ocurre en la isla de Ibiza, incluso en la ciudad.  La familiaridad de los paisajes y costumbres de ambos lugares es notable, aunque Argel  por entonces ya era una gran ciudad y la capital de Ibiza no llegaba a los ocho mil habitantes. Podría decirse que la ciudad de Ibiza era una especie de Argel recogida sobre sí misma. Ya en tierra, en Argel se alzan colinas edificadas con construcciones antiguas como el barrio de Nueva Cuba que recuerdan enseguida a Dalt Vila, como si en ambos lugares la propia naturaleza quisiera alzarse un poquito para ver mejor el mar. Albert Camus residía en el barrio obrero de Belcourt, cerca de la Kasbah, y tal vez algún ibicenco le comentó que aquel lugar le recordaba a Sa Penya o que, allá, en la isla que habían dejado, también los niños aprendían a nadar en el puerto con salvavidas improvisados. Los pescadores, la lonja, los promontorios, las llanuras, los barrios de callejuelas enrevesadas de casas blancas, la permanencia de una tradición, los extranjeros, los bares, el puerto… Ibiza era Argel a escala humana. También parecían venir de la costa africana el mar, la vegetación, las gallinas, los aromas y el sol. Ese sol de un mediodía que se alarga más allá del instante en estos lugares del sur Mediterráneo.
Camus llegó a Ibiza en verano de 1935, con veintiún años, procedente de Mallorca, donde había pasado casi dos semanas. Era la primera vez que salía de Argelia. Venía con Simone Hié, su hermosa mujer, de la que ha pasado a la fama su adicción a la morfina y la propia esclavitud a la que la forzaba esta necesidad. Se ha especulado sobre la posibilidad de que Camus iniciara el viaje para apartar a Simone de aquellos que en Argel le pasaban drogas a cambio de relaciones sexuales, pero eso no puede saberse. La turbulenta relación no sobreviviría mucho tiempo más. También lo acompañaban sus cigarrillos y los últimos coletazos de una tuberculosis que rara vez se superaba en aquella época y Camus, aunque había vencido esa batalla, había aprendido a convivir con la presente amenaza de la muerte y a observar la vida como un regalo que implacablemente desaparecerá.
Walter Benjamin había estado en Ibiza durante varios meses en 1932 y el verano de 1933. Pero Benjamin era alemán y observaba la isla y la luz mediterránea con mirada nueva. Para él, el viaje supuso también un viaje en el tiempo, a una sociedad rural y arcaica que ya pensaba superada. Camus venía del Mediterráneo, de la misma luz y de los paralelismos socio-económicos, aunque en la ciudad argelina el capitalismo había entrado antes y una parte de la zona portuaria se había edificado en función de las necesidades de un modo desidentificado de su carácter. Ibiza aún conservaba sus tradiciones y eso despertaría la admiración de muchos viajeros durante bastante tiempo. Benjamin se sorprendió de la austeridad de la casa payesa; Camus, por el contrario, se identificó con ella. Escribió: “me gustan las casas desnudas de los árabes y los españoles.
Había más franceses en la isla. Era un lugar barato y el clima, la belleza y el ‘precio de la vida congregaban a bastantes extranjeros europeos. Jean Selz se había marchado el año anterior y había escrito en la revista La Nature: “Si penetrar en la Antigüedad significaba normalmente caminar entre ruinas y despojos, en Ibiza la Antigüead vivía allí, intacta en su mundo rural”. Mucho antes que él, había pasado por Ibiza Gaston Vuiller y desde el 26 de abril hasta el 3 de mayo publicó, en Le Tour du Monde, grabados y textos dedicados a Ibiza y luego ampliaría sus impresiones en el libro editado en 1883: Les îles oubliées, les Baleares, la Corse et la Sardaigne. Por la casa que Jean Selz tenía alquilada en la calle de la Conquista, en Dalt Vila, habían pasado nombres emblemáticos como Walter Benjamin, Elliot Paul, Raoul Hausmann, Paul-Renè Gauguin, Anna Maria Blaupot ten Cate, Drieu de la Rochelle… También pasaron por el Migjorn, el pequeño bar que Guy Selz, hermano de Jean, regentaba en el puerto de Ibiza. La mayoría de ellos se identificarían con el artículo de Selz, lo hubieran de leer o no, y, como apunta Vicente Valero en Viajeros Contemporáneos, se sintieron descubridores del Mediterráneo más auténtico.  
Elliot Paul aún estaba allí cuando llegó Camus y, aunque el argelino visitó Santa Eulalia, lugar en el que residía el norteamericano, no hay constancia de que se encontraran. Camus no era conocido. Al menos, en su libro Vida y muerte de un pueblo español, Elliot Paul no hace ninguna referencia a Camus, como sí las hace de pintores de la época con quienes allí alternó. También el alemán Raoul Hausmann se encontraba en la isla en 1935. Residía en Can Palerm, una casa payesa en Sant Josep, con su esposa Hedwig Mankiewitz y su amante Vera Broïdo. Pero Camus no visitó este pueblo ibicenco. Así que no podemos saber con quiénes alternaron Albert y Simone, pero al menos, gracias a los apuntes que él tomó, conocemos por qué lugares se movieron. En aquella época había 67 automóviles en toda la isla, pero ignoramos si alquilaron alguno o hicieron el trayecto a Santa Eulalia en carro, que era lo habitual.
Para llegar allí, hay que atravesar los campos, partir desde el otro lado de la bahía del puerto ibicenco y acercarse a Jesús. Seguir avanzando y dejar Santa Gertrudis al oeste y proseguir hacia el noreste por zonas de siembra y de bosque mediterráneo. El olor del romero y la absenta, los asfódelos, los pinos, almendros, olivos, higueras, algarrobos… le eran familiares a Camus. Y el sol, el sol derrochado que tanto conoce: “Caídas desde la cima del cielo, oleadas de sol rebotan brutalmente en el campo que nos rodea” (El verano). Sin la amenaza del desierto, salvo en la arena húmeda del litoral, era como si la isla fuese un pedazo arrancado al norte de Argelia.
El viajero tenaz llega entonces al pueblo que da nombre al río y recibe el suyo de él, Santa Eulalia del Río. Por aquella época el Río de Santa Eulalia llevaba agua y tenía pequeñas cascadas; el hecho de cruzar el puente romano y adentrarse en la curva que seguía paralela a la bahía suponía la entrada a las primeras calles. Esto no ha cambiado, si se viene desde Ibiza. Frente a la bahía y la desembocadura, Santa Eulalia se alza sobre el Puig de Missa, la iglesia blanca de la colina. De nuevo, Camus, debió de reconocer el paisaje. Probablemente subieron al promontorio y observaron el horizonte y se supieron privilegiados. “Ver y ver sobre la tierra”, escribió en Nupcias, y probablemente entonces también lo sintió. En sus notas apuntó: “Santa Eulalia: la playa. La fiesta”, así que podemos imaginarlo paseando sobre la arena, acercándose o alejándose de la desembocadura del río y, con la mirada de quien recién ha superado la muerte, probablemente se identificó con su Plotino, “La Unidad se expresa aquí en términos de sol y mar” (Nupcias). Pero también coincidió aquel día con un día de fiesta y tal vez fuese un cinco de agosto, Santa María de las Nieves, patrona de la isla. No cabe duda de que, si así fue, los trajes típicos de las payesas con sus joyas (ses emprendades) lucirían cayendo desde sus cuellos y los payeses, barretina y fajín rojos, andarían ataviados de blanco y negro, colores en los que Camus encontraba la verdad. “Ciertos campesinos españoles llegan a parecerse a sus tierras”, escribió en Nupcias y es posible que se refiriera a la rugosidad de sus rostros, dibujados por la experiencia y lo telúrico (el calor, la humedad, la sal, la brisa), pero también a la oposición cromática del blanco y el negro con que definía los días y las noches de Argel. En la fiesta ibicenca no faltan bailes (Sa llarga y sa curta) y también el baile ibicenco viene de una teoría solar. En torno al hombre que danza de forma casi agresiva y enajenada (el sol), las mujeres giran (orbitan) circularmente en pasos lentos en una envoltura astral. El sincretismo del baile armoniza con la Naturaleza abismada mientras las castañuelas, las flautas y los tambores recuerdan a las ancestrales canciones árabes.
En sus apuntes, Camus menciona las paredes de piedra y los molinos del campo. En la isla, los muros (els margens) escalonan las colinas y convierten la ladera en terraza para favorecer el cultivo. Han sido levantadas piedra a piedra con paciencia arrugada, pero la piedra solo ha sido movida. Al mundo este pequeño movimiento no le supone ninguna alteración. En El verano, el autor reflexiona sobre las piedras de Orán: “Claro que no es posible destruir la piedra. Tan sólo se la cambia de lugar. De cualquier manera, durará más que los hombres que la utilizan”. Y, en otro fragmento del mismo libro, anota: “Es mediodía. El propio día está en pleno equilibrio. Cumplido su rito, el viajero recibe el precio de su liberación: la piedrecita seca y suave como un asfódelo que coge en el acantilado. Para el iniciado, el mundo no pesa más que esta piedra.” Tal vez pensara ya eso en Ibiza y lo escribiera después, a propósito de otras piedras.
Camus dio importancia a los molinos ibicencos y la primera imagen que sugiere esta construcción que juega con el viento es la del personaje cervantino por excelencia. A principios de siglo P. J. Toulet había publicado Le Mariage de Don Quichotte. En esta novela, don Quijote viaja a Ibiza para fundar allí su república e ideal de justicia. Toulet no creó una isla imaginaria ni inventó una ínsula en ningún lugar, sino que escogió la existente Ibiza. Las descripciones de la muralla están hechas con precisión y detalle e incluso Toulet remarcó el carácter indolente de los africanos en los habitantes de Ibiza. Resulta imposible no relacionar un molino con la figura de Don Quijote. El baile, también circular, de las aspas de un molino tiene algo de milagroso en verano. Los molinos que coronan el Soto, detrás de la ciudad amurallada y en un descenso que inicia el camino hacia la playa de Ses Figueretes, agradecen su ubicación a cierta altura, pues consiguen colmar su función de tanto en tanto y desperezan sus aspas con la brisa. Pero los molinos de la llanura permanecen inertes la mayor parte del tiempo. El verano es una estación de viento pausado y demorado, como si el vaho caliente que el sol desprende a la tierra impidiera cualquier movimiento de aire. El alzamiento de brazos de estos molinos recuerda más a un bostezo que a un acto estéril por agarrar algo de viento. Como en los propósitos de don Quijote, hay una desarmonía en esa imagen arraigada al cielo y a la tierra. Al final del verano retomarán su movimiento, pero ahora su cadencia vacía no es más que parte del paisaje. El molino adentrado en el campo aguarda paciente el sentido del ser y produce una envidia augurada y melancólica en los ojos de quien lo observa. Es como si el molino asumiera que el verano son sus “horas de mediodía en que las palomas buscan un resguardo, la lentitud y la pereza” (El revés y el derecho).
Camus paseó por Sa Penya, barrio de callejuelas estrechas y casas blancas y subió a Dalt Vila, la ciudad amurallada. La propia muralla, como la isla y su cultura, es ya fruto del sincretismo mediterráneo. Piedras fenicias, romanas y árabes conviven con las cristianas figuras que conducen hasta la Catedral. La arqueología, aquí, no está recogida y apartada como en Tipasa, sino que es habitada y convertida en mirador del horizonte, los islotes y la ciudad. Desde allí, el mar y el cielo pertenecen a la mirada y el mundo entero puede ser observado con cierta in-diferencia. La luz lo inunda todo en esta comunión natural. No es la altura la que produce cierta sensación de vértigo, sino la belleza, el goce de lo bello. “La revelación de esta luz…  tiene de entrada algo sofocante. Uno se abandona a ella, se queda fijo en ella, y después se da cuenta de que ese demasiado largo esplendor no le entrega nada al alma, y que no es más que un gozo desmesurado” (El verano).  El leve tedio de tanto sol y el sopor de una luz deslumbrante marcarán a Camus. Porque en la belleza, en esta pequeña embriaguez del alma, uno comprende que la percepción se difumina en la voluptuosidad, en lo inabarcable; la Naturaleza desborda y no puede aprehenderse en una mirada. El mar y el cielo son profundidad. Camus era aficionado a los bares del puerto argelino desde donde observaba la bahía, así que no es de extrañar que se aficionara enseguida a los locales del puerto ibicenco. De ello dejó un hermoso testimonio en El revés y el derecho: “En Ibiza iba a sentarme todos los días en los cafés que hay a lo largo del puerto.” Quiero resaltar que me sorprende la expresión “todos los días”. Camus estuvo en Ibiza, a lo sumo, dos o tres días, así que me resulta insuficiente la contundencia del determinante “todos” ante tan poco tiempo. Si estuvo tres días, tres días son todos los días, obviamente, pero las connotaciones y la intensidad llevan la interpretación más allá. Esta familiaridad, este reconocimiento del todos los días no puede sino conectarlo con la familiaridad y el reconocimiento de sus tardes de Argel. Camus anotará en Nupcias ciertos paralelismos: “pero Argel, y con ella ciertos ambientes privilegiados como las ciudades sobre el mar, se abre al cielo como una boca o una herida”. Sin embargo, no me refiero a la condición de ciudad portuaria, sino a la evocación de sentimientos similares ante un paisaje reconocido. Camus une en sí ambos lugares.
En su ciudad africana, Camus gustaba de leer periódicos en las terrazas de los bares. En la Ibiza de 1935 existían dos periódicos locales: el Diario de Ibiza y la Voz de Ibiza, ambos de ideología conservadora. También acababa de aparecer la publicación Masas, de línea comunista, pero Camus no menciona que aquí hojeara la prensa, por curiosidad, a pesar del idioma, sino que más bien se dejaba llevar por la observación. En el texto mencionado anteriormente, añade: “A eso de las cinco, los jóvenes de la localidad pasean, en dos hileras, arriba y abajo, del muelle. Así se hacen las bodas, y la vida toda. Es imposible no pensar que hay cierta grandeza en el hecho de empezar así la vida, delante de todo el mundo”. Camus admira el modo de proceder de los habitantes de la ciudad en el ritual del cortejo. Cada tarde, grupos de chicos y de chicas caminan una y otra vez, manteniendo un orden cívico, de un lado al otro del puerto para ver y dejarse ver. Entonces surgen las primeras miradas, los primeros guiños y saludos, las primeras palabras. Algunos grupos se unen y algún chico osado se atreve a colocarse al lado de la muchacha en la que se ha fijado con antelación. También las parejas recién formadas pasean por el mismo lugar, a veces con carabina y, otras, acompañados de amigos, tanto de él como de ella, para que puedan nacer nuevos romances. Es posible que Camus recordara esta estampa al hablar del “amor solitario y poblado”. Lo más privado comienza aquí en lo público.
Las primeras horas de tarde estival ibicencas parecen una prolongación del mediodía. Las sombras aún son pequeñas y el sol aplasta e invita a la quietud y a la somnolencia. Lo presente se mezcla con el recuerdo, como señala Camus en el mismo texto: “Me sentaba, aturdido aún del sol del día, rebosante de iglesias blancas y de paredes gredosas, de campos secos y olivos hirsutos. Bebía horchata dulzona. Miraba la curva de las colinas que tenía enfrente. Bajaban suavemente hacia el mar. El mar se volvía verde. En la colina más alta, la brisa hacía girar las alas de un molino.” Las pequeñas montañas que se alzan tras la playa de Talamanca, es Cap Martinet y es Puig Manyà, prolongan la bahía hacia el norte del puerto. El bosque, de pinares y sabinas, una naturaleza habitada por cigarras, ayuda al adormecimiento y a una cierta embriaguez telúrica. Uno siente el vaivén interior como un liviano salir de sí y volver a sí. Es un temblor trascendente en el que se insinúa una verdad: “Nada es realmente dicho, pero todo está sugerido.” (Prólogo a Les îles, de Jean Grenier). En la tenue ceguera de esta luz, aparecen la lucidez y la sensación (o conciencia) de la insignificancia de lo existente: “Lucidez e indiferencia, los auténticos signos de la desesperación” (Nupcias). Sin embargo, esa misma embriaguez solar es portadora de una plenitud calcinante: “Aquí, al menos, el hombre está colmado” (Nupcias). A veces parece que la misma belleza es, a un tiempo -en cierto modo todo lleva en sí su dualidad, su oposición-, consuelo de la propia lucidez: “Empecé a vivir en la admiración, cosa que es el paraíso terrestre” (Prólogo a Les îles, de Jean Grenier). También Cioran, durante su estancia en 1966 en la playa de Talamanca, en un lamento prolongado ante tanta fiebre solar, admiró la belleza de este paisaje. Para Cioran, el sol de agosto y el sopor suponían un martirio, Camus encontraba una gracia en esa somnolencia luminosa que diluía al hombre en el paisaje: “En mi caso, esa misericordia de la que hablo se llama más bien indiferencia.” (Nupcias).  
Jean Grenier, profesor de Camus en el Liceo de Argel, había publicado hacía poco Les îles, libro que en una reedición posterior prologará su alumno, pero que ya había dejado una huella imborrable en él. En este prólogo, Camus apuntará: “El viaje escrito por Grenier es un viaje hacia lo imaginario e invisible, una isla en la búsqueda de una isla”, donde se exalta el apego por lo perecedero. No hay más. Pero en realidad, esta obra no es un libro de viajes, sino una comprensión temprana del vacío y, a pesar de esta vacuidad, del deseo de vida y plenitud. Las islas simbolizan el instante de esta plenitud, que es un reconocimiento con el todo, con el absoluto, aunque el absoluto es portador de la disonancia, pero también del carácter efímero de esta experiencia.  Camus, en El revés y el derecho, escribe: "Podemos viajar no para escapar, lo que es imposible, pero para encontrar e identificar. Cuando hacemos este reconocimiento, añade, se ha completado el viaje”. En Ibiza, Camus se reconoce, ya se sabía parte de Argel y ahora siente una prolongación de su paisaje en la isla, de sí mismo: “Ante el mundo y proyectado en cuanto me rodeaba, poblaba el universo con sombras semejantes a mí”. Es todo lo que puede dársele al hombre nacido en un clima de luz y sol. El que ha nacido en un paisaje frío y nublado puede confiar en la esperanza de otro lugar, soñar con el sur, pero el que ya ha nacido en un clima que colma es estéril a este sueño. Solo puede aspirar a reconocerse o a ficcionar otra isla: “Aquellos a quienes la luz y las colinas colman a toda hora, esos no confían. Sólo pueden soñar con un algo imaginario” (Nupcias).
En el texto dedicado a Ibiza, Camus prosigue describiendo el atardecer: “Y por un milagro natural, todo el mundo bajaba el tono de voz. De forma tal que no había ya sino cielo y palabras cantarinas que se alzaban hacia él, pero se oían como si llegasen desde muy lejos. En aquel instante de crepúsculo imperaba un algo fugaz y melancólico que no sólo notaba un hombre, sino un pueblo entero”. El día oxidado, el momento en que perece la luz, una inundación melancólica que parece habitar en todo lugareño y convierte el instante en un deseo de agarrar y amar la vida para eternizar el movimiento antes de que sea aplastado por la quietud: “Debían perecer, y por eso era necesario amarlas desesperadamente” (Nupcias), porque hay que rebelarse contra el Absurdo: “el animal goza y muere, el hombre se maravilla y muere, ¿dónde está la meta?” (Nupcias). El derecho y el revés de la belleza, la plenitud y el vacío, la indiferencia y el goce: “El miedo y la atracción se mezclan, se avanza hacia ellos y se huye a la vez, uno no puede quedarse quieto. Pero llega un día en que se recompensa el movimiento perpetuo: la silenciosa contemplación de un paisaje para cerrar la boca del deseo”, apunta Grenier en Les îles, y añade: “El Vacío reemplaza inmediatamente a la plenitud”. Camus, en el prólogo a este libro, escribe: “El sol, el mar, la noche… son dioses de goce, por tanto vacían”. El mar y el cielo son profundidad, van más allá y su contemplación empuja a ir más allá. Y entonces se atisba cierta visión confusa del Todo y la Nada: “Esa Nada que no pudo nacer sino ante paisajes agobiados de sol. No existe amor a la vida sin desesperación a la vida” (El revés y el derecho). Y entonces necesitamos, como Simone, cierta dosis de morfina para soportar el dolor, ese don dionisíaco de la embriaguez, de cierto tedio: “Hay pueblos nacidos para el orgullo y la vida. Son los mismos que nutren la más singular vocación para el tedio” (El revés y el derecho). También Manuel Padorno, poeta de isla y de luz,  hablaba de la figura del alelado.
Camus era consciente del privilegio del sol y la luz de Argel, de ciertos lugares mediterráneos. Eso es algo que no se elige, viene dado. Camus es el primero en hablar de la injusticia del clima: “La pobreza nunca me pareció una desgracia: la luz derramaba sobre ella sus riquezas” (El revés y el derecho). El Mediterráneo tiene un sentido trágico solar que consiste en tocar la desesperación a través de la belleza. Para Grenier, las islas simbolizaban ese instante de privilegio, esa belleza. Para Camus, Ibiza lo supuso. El atardecer en el puerto le inspiró: “En lo que a mí se refería, sentía las mismas ganas de amar que se sienten de llorar. Me parecía que todas mis horas de sueño iban a ser, a partir de entonces, horas robadas a la vida… es decir, el tiempo del deseo sin objeto”.
Durante sus meses en Ibiza, Walter Benjamin había escrito “No olvides lo mejor”; más adelante Camus titularía el texto en el que rememoraba su estancia en las islas “Amor por la vida”. Sin duda alguna, ambos títulos han contribuido a crear el mito de Ibiza."






MI otro yo

      Tengo un poco abandonado el blog, lo sé. Estoy a la espera de que me confirmen nuevas publicaciones para seguir añadiendo datos históricos o anécdotas vinculadas con ellas. Así que hoy voy a hablar de otra cosa.

     Como ya sabéis, o eso creo, Jane Kelder no es mi nombre. En realidad, la idea de usar un pseudónimo me la dio una agente editorial, puesto que yo ya había publicado libros de un estilo muy distinto y, al parecer, no conviene despistar al lector. En general, aunque también he publicado poesía y novela con mi nombre, Helena Tur, casi todo tira hacia el ensayo. Incluso la poesía y la narrativa tienen un punto ensayístico, filosófico, pues la Filosofía es otra de mis pasiones. Hoy os presento a mi otro yo, o a mi yo real, o al original, porque habría que preguntarle a Pessoa si no son acaso reales sus heterónimos. Y os dejo los libros que he publicado con él:
  




Novela distópica. Con relatos conectados entre sí sobre variaciones de la figura del doble. El título es un homenaje a Zamyatin y a Bradbury, dos autores que me encantan.



Este libro está escrito entre varios autores y mi capítulo está dedicado a la estancia de Camus en Ibiza en 1935. Está en catalán. 



La imagen del mar es un ensayo sobre la poesía modernista en Gran Canaria. Es un acercamiento ontológico y hermenéutico al simbolismo del mar en los poetas isleños más destacados de esa época. En realiad es mi tesina, que me aconsejaron publicarla. Algún día haré lo mismo con mi tesis, pero no sé si encontraré lectores.



   Por último, en este pequeño poemario también me obsesiono con la imagen del mar y procuro hablar de la experiencia de la soledad en la playa. El lenguaje y los dioses de agua están sumergidos en él.